Breve historia del suicidio

El tema del suicidio ha estado en la palestra de la humanidad desde que éste existe. Entre los antiguos griegos se vio reflejado en dos corrientes totalmente opuestas. Hallamos, en primer lugar, a los partidarios del “buen morir”Eu thanatos, de donde viene eutanasia-, en cuya filosofía encajó Platón. El pensador afirmó en “La República” que “respecto a los que no son sanos corporalmente se les dejará morir”. Mientras que, en la vereda opuesta hallamos a Hipócrates, quien se opuso por completo a este accionar.

Para el famoso médico era fundamental el verdadero bienestar del paciente. De allí el Juramente Hipocrático:

Y no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso, y del mismo modo, tampoco a ninguna mujer daré pesario abortivo, sino que, a lo largo de mi vida, ejerceré mi arte pura y santamente.”

Avanzando en el devenir histórico, para los romanos el suicidio de alguien con una “enfermedad incurable” era considerado una alternativa razonable. Este pueblo sólo penaba el “suicidio irracional”, es decir aquél que no era el resultado de un padecimiento doloroso o del deshonor. Tenían una salvedad inmovible: estaba terminantemente prohibido suicidarse a los esclavos y a los soldados. Los primeros por ser considerados objetos cuya muerte traía pérdidas económicas, mientras que los segundos por motivos patrióticos.

Llamativamente, los primeros cristianos no condenaron esta acción autodestructiva y lo vieron como una forma de aceptar el martirio o dar muestras de Fe. Pero a partir del siglo IV, era muy grande el número de fanáticos que se inmolaban. por lo que se se comenzó a prohibir.

San Agustín equiparó el suicidio con el homicidio y no admitió ningún tipo de excepción, ni en casos de gran dolor moral ni desesperación. Consecuentemente, en 452 la Iglesia Católica declaró al suicidio como un crimen y, en 563, se lo sancionó dictaminando que el suicida no fuera honrado con ninguna conmemoración y resultara excluido del camposanto.

El cuerpo de los suicidas era trasladado con burla, enterrado en la encrucijada de los caminos –para evitar su descanso- y sus bienes resultaban confiscados. Así, su familia quedaba en la calle y todo pasaba a manos del Estado, sumamente unido al poder clerical por entonces.

Allá por 1605 Francis Bacon incorporó la acepción actual de eutanasia: “La acción del médico sobre el enfermo incluyendo la posibilidad de apresurar la muerte”.

Con la Revolución Francesa se introdujeron numerosas novedades en el orden jurídico, entre ellas la no punición del suicidio. Consecuentemente los códigos del siglo XIX eliminaron los “castigos” hacia el cuerpo del suicida, así como la confiscación de sus bienes. De hecho, en nuestro país, a partir del Código Penal de 1886 el suicidio no dejó de ser delito, pero su tentativa ya no era imputable.

Poco después, Émile Durkheim, uno de los padres de la sociología, realizó los primeros estudios serios sobre el suicidio, analizándolo a través de tasas poblacionales. Descubrió que en las sociedades católicas había menos suicidios que en las sociedades protestantes, pero entre los judíos todavía menos que entre los católicos. Ahondando en ello, llegó a la conclusión de que se trataba sobre todo de un hecho social y sus causas no eran netamente individuales o psicológicas, como se creía hasta entonces.

Siguiendo las tendencias mundiales comenzaron aquí los estudios sobre dicho fenómeno. Se descubrió, por ejemplo, que eran muy comunes entre la población inmigrante, posiblemente por la falta de acogida que muchos sufrieron.

En la Argentina, a pesar de que las leyes fueron dejando de lado el “castigo”, la sociedad no siguió el mismo camino. Entre mediados del siglo XIX y principios del XX, los “suicidas, y sus familias, asimismo eran el blanco de las murmuraciones y juicios lanzados por el ‘tribunal de la opinión’ –explica el historiador Julián Arroyo-.

Estos hechos serían comentados en las conversaciones casuales de las elites, en sus espacios de encuentro y sociabilidad, por ejemplo, las mujeres durante las visitas a las casas de sus amigas; los hombres al conversar en el club, o en algún café. Sin embargo, no creemos que fueran los únicos que participaran del cotilleo. En los patios de los conventillos, pensiones, almacenes, despachos de bebidas, fondas y pulperías, hombres y mujeres de seguro también comentaban los escándalos y las miserias del resto de los habitantes del barrio, la ciudad e incluso de otras regiones del territorio argentino. Este circuito de murmuraciones podía afectar la reputación y el prestigio individual (…) Por esta razón, se buscaba mantener el secreto y la reserva, cuando esto era posible, solicitando a algún médico de confianza que mantuviera ocultas las circunstancias de la muerte al público”.

Sin duda alguna la historia detrás del suicidio resulta fascinante, como todo lo que hace a comprender las acciones humanas. Queda mucho fuera de este texto que analizaremos en otras entregas. Creemos que vislumbrar la esencia de este tipo de decisiones es un modo de ayudar a evitarlo, algo que nos interesa a quienes nos consideramos cultores del gran Hipócrates.

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