El 11 de septiembre de 2001 el mundo cambió: una serie de atentados sincronizados, que fueron reivindicados por el grupo terrorista Al-Qaeda, provocaron miles de muertos en los Estados Unidos cuando dos aviones de línea impactaron contra las Torres Gemelas de Nueva York, un tercero se estrelló contra el Pentágono y otro se vino abajo en un campo de Pensilvania, cuando presumiblemente tenía como objetivo el Capitolio en Washington.
La secuencia trágica, que fue transmitida en vivo al mundo entero, con imágenes impactantes dignas del cine de catástrofe, duró apenas 73 minutos, pero sus consecuencias se prolongan hasta el día de hoy.
Los ataques dejaron 2.996 muertos, incluidos los 19 terroristas, y más de 25.000 heridos, pero además provocaron 10.000 millones de dólares de pérdidas económicas, alteraron desde entonces las políticas internacionales de seguridad aérea y fueron el detonante de un endurecimiento de la “lucha contra el terrorismo” por parte de EEUU y de una nueva guerra, con epicentro en Afganistán, que se extendió durante dos décadas.
Esa mañana del 11-S, en el ocaso del verano boreal, el cielo estaba despejado en Nueva York y la gente iba a sus trabajos con normalidad cuando de repente, a las 8:46, una explosión en la parte superior de la Torre Norte del World Trade Center alteró la rutina de todos.
Los medios estadounidenses se hicieron eco del hecho y comenzaron a transmitir en vivo imágenes de una columna de humo que salía de los pisos superiores. Las primeras informaciones que trascendieron daban cuenta de que una avioneta había impactado contra el edificio y se especulaba con que el piloto habría sufrido un infarto. Nada más alejado de la realidad.
Diecisiete minutos después, a las 8:03, mientras las cámaras apuntaban a ambas torres ubicadas en el sur de Manhattan, captaron el momento en el que un segundo avión impactaba de lleno contra la Torre Sur. A partir de ese momento, ya no quedaron dudas de que se trataba de un ataque terrorista. Hubo estampidas de personas en las calles y la gente que estaba en ambos edificios comenzó una evacuación lenta y desesperada por las escaleras de emergencia al tiempo que los bomberos subían para tratar de controlar el fuego y rescatar a las personas que estaban atrapadas en los pisos superiores.
Los dos aviones que se estrellaron contra el World Trade Center habían despegado del Aeropuerto Internacional Logan de Boston con rumbo a Los Ángeles. Pero a poco del despegue los terroristas dominaron a las tripulaciones y coparon las cabinas. El primero, el vuelo 11 de American Airlines, un Boeing 767 con 92 personas a bordo, fue el que impactó contra la Torre Norte, y el vuelo 175 de United Airlines, otro Boeing 767 que partió 15 minutos después y llevaba 65 personas, se incrustó contra la Torre Sur.
El por entonces presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, estaba en un aula de la escuela primaria Emma E. Booker, de Sarasota, Florida, frente a un grupo de niños. Una cámara registró el momento en el que el jefe de Gabinete de la Casa Blanca, Andrew Card, se acercó a él y le susurró al oído: “Están atacando a los Estados Unidos”.
Mientras toda la atención estaba centrada en el sur de Manhattan, con las inmensas columnas de humo que teñían de muerte el cielo, a las 9:37, otro avión, el vuelo 77 de American Airlines, un Boeing 757 con 64 personas a bordo, que había despegado del Aeropuerto Internacional Dulles de Washington DC hacia Los Ángeles, se estrelló contra la fachada oeste del Pentágono, recordó NA.
El caos y el descontrol aumentaron en Nueva York cuando a las 9:59 se vino abajo la Torre Sur y media hora más tarde se derrumbó la Torre Norte. Ese fue el final de las Twin Towers, dos enormes edificios de 110 pisos cada uno habían sido inaugurados en 1973 y eran un símbolo del capitalismo.
En medio de los dos derrumbes, a las 10:03, un cuarto avión, el vuelo 93 de United Airlines, que había partido de Newark con destino a San Francisco con 44 personas en su interior, entre tripulantes y pasajeros, y que tenía como objetivo el Capitolio ubicado en la ciudad de Washington, se estrelló en campo abierto cerca de Shanksville, Pensilvania. Según la versión oficial, los pasajeros, que ya estaban al tanto de lo que había ocurrido en Nueva York por la información que recibieron en sus teléfonos celulares, pelearon con los terroristas y derribaron el avión.
El plan de los terroristas
Si bien el ataque sincronizado fue devastador, el plan original de Al Qaeda era mucho más ambicioso.
Osama Bin Laden no fue el cerebro de los atentados del 11 de setiembre, aunque sí fue quien dio luz verde al plan, brindó apoyo logístico y lo financió. El ideólogo fue el pakistaní Khalid Sheikh Mohamed, quien está preso en Guantánamo desde 2006.
En 1994, Khalid Sheikh Mohamed viajó a Filipinas para trabajar en la fallida Operación Bojinka, que pretendía destruir 12 aviones comerciales que volaban entre Estados Unidos, Asia Oriental y el Sudeste Asiático.
Dos años más tarde, entró en la mira de Washington, que le pidió su captura al gobierno de Qatar. Entonces huyó a Afganistán, donde conoció a Bin Laden, a quien le propuso el germen de la idea de los ataques del 11-S. En 1999 se convirtió en un activista pleno de Al Qaeda y empezó a planificar los ataques.
Ese borrador incluía once atentados simultáneos con aviones a símbolos estadounidenses como las Torres Gemelas, el Pentágono, la Casa Blanca, el Capitolio, el Empire State y la Torre Sears de Chicago.
Finalmente, por cuestiones logísticas, el plan se redujo a los cuatro objetivos que se alcanzaron y la Casa Blanca. Sin embargo, este último tampoco se pudo concretar porque en agosto de 2001 el piloto suicida que lo iba a dirigir fue detenido por cuestiones migratorias.
La respuesta de los Estados Unidos
Nueve días después de los atentados, con el país todavía en estado de shock, George W. Bush brindó un discurso que marcaría las dos décadas siguientes. “Los estadounidenses se están preguntando, ¿por qué nos odian? Odian lo que ven aquí mismo, en esta cámara: un Gobierno elegido democráticamente”, dijo el presidente desde la sede del Congreso.
Así, abrió la puerta a su guerra contra el terrorismo, una incursión sin límites claros, un vale todo que se desarrolló “en defensa de la democracia y los valores occidentales”.
El 26 de octubre de 2001, el Congreso sancionó por amplia mayoría la Ley Patriótica (Patriot Act), que amplió la capacidad de control del Estado para combatir el terrorismo con el argumento básico que los estadounidenses –y los extranjeros también- debían sacrificar algunas de sus garantías constitucionales para afianzar su seguridad.
La caza de Bin Laden se volvió el objetivo número 1 y, según la información de inteligencia que manejaban, el líder de Al Qaeda se refugiaba en Afganistán amparado por el régimen talibán. Los primeros bombardeos en ese país asiático ocurrieron ese mismo mes de octubre, pero no acabaron en diciembre de ese año, cuando cayeron los talibanes, o en 2011, con la muerte de Bin Laden, la guerra se extendió hasta convertirse en la más larga de la historia de EE.UU. Finalizó hace pocos días con la caótica retirada y el retorno talibán al poder.
De cualquier manera, los ataques del 11-S cambiaron el curso de la historia para siempre, en especial en material de seguridad y prevención ciudadana a escala global, tanto en lo que significa viajes en avión por ejemplo, como en la vida cotidiana -sobre todo en Estados Unidos-, tras aquella incursión terrorista de 2001 en el país norteamericano considerada la más sangrienta y tristemente relevante de todos los tiempos.