No tienen foto de perfil, no ostentan nombre ni apellido, no tienen un solo seguidor, y sus cuentas de Twitter en general fueron creadas hace apenas unas horas.
Son tuiteros que solo se dedican a “buscar roña”, a contaminar toda discusión seria o cualquier denuncia de corrupción.
Lo hacen desde la impunidad que les da el anonimato, apelando a argumentos infundados e injurias de todo tipo. Es una pelea desigual, porque uno tiene su nombre y su foto, y sus datos en su propio perfil. Y si uno dice una barbaridad, esa barbaridad lo acompañará siempre.
Los otros, los “trolls”, pueden hacer y decir cualquier cosa, nadie jamás les recriminará nada, porque, como se dijo, no tienen identidad. Cuentan con la inmunidad del anonimato.
Es muy molesto lidiar con estos tipos, porque siempre están ahí para intoxicar cualquier debate, el que sea. Siempre de acuerdo a sus propios gustos e intereses.
Siempre se debe decir lo que ellos quieren; de lo contrario, uno podrá ser víctima de las injurias más duras que se puedan imaginar. Los insultos no tienen límite.
Y uno no puede hacer nada al respecto porque, otra vez, nadie identificable hay detrás de esas cuentas de Twitter. ¿A quién demandar entonces por eventuales calumnias e injurias?
En lo personal, detesto a los trolls, sean de la ideología que sean —los hay “K”, los hay “M”… y de los otros—, porque solo sirven para molestar. Jamás aportan nada sustancial a ninguna discusión. Nunca.
En general suelo provocarlos, invitándolos a un debate cara a cara, pero jamás aceptan. Eso los pone en evidencia. ¿Quién no discutiría si creyera que realmente tiene la razón de su lado?
Insisto: los trolls me enervan realmente, no los banco en lo más mínimo. Por eso, he decidido bloquearlos a partir de ahora. Uno por uno. Incluso aquellos que me elogian, porque les conviene hacerlo para pegarles a otros colegas. Game over, boys.