Siguiendo con la fascinación que generan los restos de humanos sobresalientes, haremos un recorrido por la macabra costumbre de manipularlos.
Los romanos no escaparon a semejante tentación. Como muchos saben, Nerón no fue un personaje fácil: hizo fusilar a su madre, cometió todos los excesos conocidos por entonces, privó al mundo de Séneca y llegó a decidir la castración de un muchacho para tomarlo como amante, dado el enorme parecido que poseía con su esposa muerta. Toda una joya, digamos.
Una vez muerto –año 68- sus despojos fueron sepultados en las afueras de Roma. Los mismos sirvieron como abono a un enorme roble, bajo el que comenzaron a celebrar rituales cientos de brujas y hechiceros.
Mil años estuvieron así hasta que un Papa se cansó. Pascual II, cuyo pontificado fue de 1099 a 1118, decidió acabar con aquellos aquelarres indecorosos y con la propia tumba de Nerón practicando, por el mismo precio, un exorcismo.
Resulta que todos en Roma estaban convencidos de que Nerón andaba por ahí haciendo maldades, incluso aseguraban verlo y era necesario desterrarlo de una vez. Pascual II taló el nogal, abrió la tumba, exhumó lo poco que quedaba de Nerón y lo arrojó al Tíber.
Con el tiempo, la ciudad creció y el lugar quedó dentro de sus límites, precisamente donde hoy se ubica la Piazza del Popolo. Dicen que desde entonces el fantasma del emperador no molestó más a los romanos, pero debemos darle tiempo.
No todos vieron en los restos humanos el origen de su mala suerte, sino todo lo contrario. Al rey Felipe II de España le encantaba coleccionar reliquias en el sentido cristiano de la palabra, es decir pedacitos de gente. Un dedo, un codo, alguna pata santa, todo venía bien.
Constantemente los llevaba de aquí para allá como amuletos. Cercano a la muerte se rodeó de ellos y se los hacía pasar por una de sus piernas, muy afectada por la gota. Convengamos que era nieto de la famosa Juana la Loca, quién llevó el cadáver de su marido por los caminos de España durante meses. La mujer poseía la llave del ataúd y cada tanto lo abría para darle un beso, por suerte el hombre se hallaba embalsamado.
Además, Felipe II era bisnieto del Emperador Maximiliano de Austria, quien durante los últimos años de su vida no viajó sin llevar consigo el ataúd en el que deseaba ser sepultado y al que se refería como “mi tesoro”.
Los que llegaron posteriormente al trono español fueron de mal en peor. En su maravilloso libro “Polvo eres”, Nieves Concostrina relata sobre el accionar de Carlos II para superar su infertilidad, entre otras cosas:
“Algún iluminado le convenció de que el origen de todos sus problemas estaba en que no se había despedido de su padre en el lecho de muerte (…) mandó exhumar la momia de su padre y se quedó unos minutos con ella. Ni que decir tiene que volvió a Madrid tan estéril como cuando se fue. En otra ocasión intentó curarse con las momias de San Isidro y San Diego de Alcalá, para lo cual se trasladaron los restos de estos dos santos hasta unas capillas cercanas a palacio. Carlos II tenía especial confianza en la momia de San Diego, incorrupto —momificado, en realidad—, porque su bisabuelo Felipe II también la utilizó para curar a uno de sus hijos.
Pero el remedio tampoco sirvió de mucho, porque San Diego ni le repuso el testículo que le faltaba ni mucho menos le desatrofió el único que tenía”.
Pero como la historia da giros inclementes durante los siguientes siglos fueron los cadáveres reales las víctimas de exhumaciones y manoseo.
La tumba de Carlos V fue profanada en dos oportunidades, ambas por milicianos antimonárquicos. La primera data de 1870. Entonces su momia expuso durante días y se tomaron retratos de la misma, también se le robó uno de los meñiques, aunque en 1912 fue devuelto.
La siguiente profanación fue en 1936 y mucho más violenta. Las imágenes son realmente crudas, muestran a diversos grupos fotografiándose con cadáveres reales y eclesiásticos.
Como vemos, el tema abarca a toda la humanidad en diversos tiempos y espacios, mostrando lo similares que somos a otras generaciones a pesar de sentirnos tan diferentes. Si no me creen, le pueden preguntar al funebrero que sigue buscando la 12.