La memoria es el registro que dejan en el cerebro nuestras experiencias personales. Algunas memorias pueden evocarse como recuerdos conscientes, mientras que otras permanecen siempre ocultas, influenciando nuestra mente y comportamiento sin que nos demos cuenta.
En el siempre revolucionado mundo de la educación, la memoria suprema es la que resulta del aprendizaje premeditado y la enseñanza programada, por lo que no está de más analizar cómo el cerebro forma memorias consistentes y duraderas. La neurociencia reconoce tres tipos principales de memoria: la implícita o de hábitos, la explicita o declarativa y la ejecutiva o de trabajo, cada una de ellas relacionada con estructuras cerebrales particulares y resultado de modos de aprendizaje diferentes.
Para empezar, no solemos llamar memoria a la que tenemos para poder hablar, escribir, abrocharnos un botón, nadar o conducir un automóvil, cuando resulta que no nacimos sabiendo hacer esas cosas y tuvimos que aprenderlas muchas veces con gran esfuerzo. Costó, pero ahí están y no se nos olvidan nunca, pues son memorias implícitas, es decir, hábitos consistentes de los que depende buena parte de nuestra vida. Funcionan de manera automática e inconsciente y se forman principalmente en circuitos neuronales de los voluminosos ganglios estriados del interior del cerebro.
Muchos hábitos, como el hacer el lazo de los cordones de un zapato o el de montar en bicicleta son de movimiento, pero tenemos también hábitos mentales, como el que nos permite recordar la tabla de multiplicar, el lugar donde vivimos, las capitales de los países y muchas formas de razonamiento que la práctica y la experiencia han implantado en nuestras neuronas sin que apenas lo notemos. Así, el empecinamiento en posturas o ideologías personales puede estar muchas veces relacionado con formas habituales de pensar y razonar que, a fuerza de practicarlas, nos han acabado esclavizando. Una de las grandes virtudes de la memoria implícita es, precisamente, su consistencia, pues solo por su invariable forma de andar o moverse, por no decir de pensar, podemos reconocer a alguien, incluso sin ver su cara. Otra virtud de la memoria implícita es su resistencia a la neurodegeneración, pues es la que más suele resistir en la vejez e incluso en la enfermedad.
Por otro lado, la memoria explicita o declarativa es la que nos permite evocar verbalmente o por escrito todo tipo de conocimientos y nuestras experiencias personales. Cuando explicamos el origen del universo, la guerra de Vietnam o la literatura contemporánea estamos utilizando la memoria explicita, al igual que cuando recordamos un viaje particular o anécdotas del día de nuestra boda. La memoria explícita es así una memoria tanto semántica como autobiográfica, pero, a diferencia de la implícita, que es muy fiel, la explícita es una memoria promiscua e inconsistente, pues mezcla cosas que no se corresponden y cambia con el tiempo, ya que casi nunca recordamos el pasado del mismo modo cada vez que lo explicamos.
Además, es una memoria interesada, que se renueva cada vez que la evocamos incluyendo nuevos datos y sentimientos que pueden no formar parte de la situación original y que en ocasiones evoca más lo que nos hubiera gustado que ocurriera que lo que realmente ocurrió. Aquella persona que un día apenas te dirigió una mirada, con el tiempo puedes acabar recordándola como alguien que se enamoró de ti. La memoria explícita se forma inicialmente en el hipocampo, una estructura cerebral que pierde conexiones neuronales y volumen con los años, de ahí que se debilite en los mayores si no se utiliza y repasa con frecuencia. Lo que ocurre además es que si evocamos muchas veces una memoria explicita acaba por convertirse en implícita, es decir, en hábitos que acabamos recitando, por así decirlo, de memoria.
Finalmente, la memoria ejecutiva o de trabajo es la que utilizamos cuando retenemos información in mente durante unos instantes o segundos para pensar sobre ella, razonar, valorarla o tomar decisiones. Es, por ejemplo, la que utilizamos cuando retenemos in mente las imágenes de un mono, una vaca y una abeja para responder a la pregunta de cuál de esos animales es el más grande, cuando imaginamos posibles movimientos sucesivos jugando al ajedrez o cuando retenemos la cara de una persona que acabamos de ver para tratar de recordar quién es y cómo se llama. Es, por tanto, un tipo de memoria transitoria que utilizamos continuamente en la vida cotidiana, estando muy relacionada con la inteligencia analítica, pues las personas más inteligentes tienen mayor capacidad de retención de dígitos, nombres, ideas y toda clase de información in mente. La memoria de trabajo depende de la corteza prefrontal, la parte más evolucionada del cerebro humano, la que actúa a modo de director de orquesta para dirigir nuestros pensamientos, razonamientos y decisiones.
¿Cómo aportar para el desarrollo de cada una?
Las propiedades de cada tipo de memoria y su anclaje cerebral nos marcan la pauta. Si lo que queremos es formar memorias implícitas, es decir, hábitos, como el de aprender a escribir, una nueva lengua, reglas de ortografía, clasificar información, normativas o leyes, el papel en una obra de teatro o un instrumento musical, la clave es repetir y repetir. La práctica perfecciona y no hay nada malo en ello, pues es el cerebro quien lo requiere y tener información bien registrada sobre procedimientos habituales favorece extraordinariamente el razonamiento general.
Siempre será mejor que la información relevante y de uso frecuente esté en nuestro cerebro y no en accesorios externos, como un ordenador o internet, pues la memoria implícita funciona también como un catalizador inmediato que favorece la formación de la explícita. Pensemos, por ejemplo, en como facilita una buena prosa el que las palabras o frases escritas nos suenen inmediatamente como correctas o incorrectas. No hay que eliminar, por denostado, el llamado “aprender de memoria”, lo que hay que saber es cuándo utilizarlo y cuándo no.
Pero si de lo que se trata es de formar memorias explícitas, es decir, de adquirir conocimiento semántico, como el contenido en las disciplinas literarias, sociales o científicas, la clave está en relacionar y comparar conscientemente informaciones diversas, analizar coincidencias y desavenencias, contrastar teoría con hechos, resumir y valorar datos. Es decir, un tipo de trabajo activo exigente, de contraste y profundización, que requiere sumar fuentes diversas de información y que es el que activa las neuronas del hipocampo necesarias para formar las memorias explícitas o declarativas.
El cerebro es un órgano básicamente mnésico, es decir, ha evolucionado como almacenador de información de todo tipo sin la cual ni los organismos más elementales podrían sobrevivir. La memoria biológica es tan imprescindible como inevitable, pero, como acabamos de ver, siempre es resultado de aprendizaje activo y de mucho esfuerzo personal. Redescubrir lo mejor de ella y saber cómo utilizarla debería ser un objetivo prioritario de cualquier sistema educativo de calidad.
Fuente: nota de diario El País, autor Ignacio Morgado Bernal: catedrático de psicobiología en el Instituto de Neurociencias y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Autor de ‘Aprender, recordar y olvidar: claves cerebrales de la memoria y la educación’. Ariel, 2014 y 2017.