El martes 10 me levanté temprano. Caminé bastante mientras los pensamientos iban y venían. Estaba tranquilo y en paz. Dejaba pasar el tiempo sabiendo que se trataba de un día importante para la historia institucional de nuestro país. Había pasado casi un siglo desde que un presidente no peronista terminaba su mandato en tiempo y forma. Hay muchos motivos y es trabajo de historiadores e intelectuales dilucidar las razones. Pero una vez que pasaron un par de horas alguna explicación pareció entreverse cuando llegué al Congreso.
Al ingresar, el ambiente estaba cargado con una energía diferente. No era un clima de ilusión. No se sentía que predominara la alegría. El ambiente que se respiraba era de revancha. No estaba presente aquel sentido de sueño compartido, de ganas de construir una Argentina diferente que habíamos vivido a finales de 2015, más bien se trataba de todo lo contrario. Parecían querer mostrarme y mostrarle al 41% de los argentinos, a los que habían confiado en nuestra propuesta, un mensaje del tipo de «¡VOLVIMOS. AHORA BÁNQUENSELA!». Ese sentimiento (o mejor dicho, ese resentimiento) se manifestó aún más claramente cuando comenzaron a cantar la marcha peronista. No había alegría. Incluso parecían cantarla con la intención bien marcada de prolongarla hasta el infinito.
Una actitud provocadora y desafiante que buscaba algún tipo de reacción de mi parte o de la gente que me acompañaba.
Como siempre, yo estaba despojado de cualquier emoción de bronca, resentimiento u odio. No la tuve nunca. No sirve, enferma. Al contrario, estaba muy contento por haber contribuido a darle al país la continuidad democrática que nos había faltado durante tanto tiempo. Soy un optimista inclaudicable. Era un momento que debíamos capitalizar todos, los que nos estábamos yendo y los que estaban llegando. Teníamos la oportunidad de mostrar el aprendizaje e inaugurar una nueva etapa mostrando lo que ya no hay que hacer.
Con esos sentimientos a cuestas y una vez cumplido mi rol en la ceremonia de traspaso, me fui lo más rápido que pude para dejar el espacio libre a los festejos de los nuevos inquilinos del poder. No fui consciente de ninguno de los gestos de la vicepresidenta. Realmente, elijo no engancharme con esas cosas. Sé que algunos no están de acuerdo con esta característica mía y quisieran verme respondiendo todos los días en los medios ante cada insulto, cada denuncia falsa o cada crítica infundada. Pero hace mucho que prefiero no escucharlos. Cuando uno no escucha el odio de los demás se libera del dolor, del aspecto humano del dolor que pone en cuestión el amor propio, lo que genera la bronca que no produce nada positivo.
Creo que si hay algo que me ha permitido mantenerme sano a lo largo de toda esta experiencia política y de gobierno es haber logrado no odiar a nadie. Ese ha sido mi secreto fundamental. El odio no tiene ningún efecto sobre los otros, lo tiene sobre uno mismo. Y ese efecto es enormemente corrosivo. Tanto que puede terminar matándote. Aquel a quien se odia termina apropiándose de uno hasta dominarlo por completo.
La ex presidenta no está bien. No sé si alguna vez lo estuvo. Ya durante sus mandatos notaba un padecimiento interno muy grande. Tiene una verdad de sufrimiento muy dura, una serie de cosas no resueltas desde muy atrás que sólo ella debe saberlas. La psicología de cada ser humano es muy compleja. En mi caso, después de la experiencia de haber estado secuestrado opté por el psicoanálisis, precisamente, para alejarme de todo tipo de construcciones artificiales y poder entenderme todo el tiempo.
Pero ella es una persona que hoy es toda una construcción artificial o irreal. Ella cree de verdad, se ha convencido, de que todos sus problemas con la Justicia son producto de decisiones arbitrarias de los medios y los jueces. Jamás en mi vida me preocupé por una sola causa de ella, no hablé con ningún juez acerca de sus causas.
Tal vez esto explique su permanente deseo de venganza. Yo creo en una sociedad donde exista la ley, que la ley sea igual para todos y que nadie pueda cometer abusos. No voy a ser cómplice de ocultar cosas que pasaron y que están mal. Y tampoco puedo hacerme cargo de cuestiones que no me corresponden, esto también va para los fanáticos del otro lado, que desde el primer día me pedían que la metiera presa. No es la tarea de un presidente meter preso a nadie.
Fragmento del libro “Primer Tiempo”, publicado originalmente por Infobae