Uno de los crímenes más atroces y traicioneros tuvo como víctima a Don Santiago de Liniers, quien pocos años antes había evitado que Buenos Aires quedara en manos inglesas.
Como hombre fiel a la Corona española, al conocer las noticias revolucionarias, encabezó una contrarrevolución desde Córdoba. Reunió cerca de mil hombres, a quienes entrenó personalmente. Dámaso Uriburu, testigo de la época, señaló que el pueblo “con excepción de los españoles europeos y los empleados del gobierno, simpatizaba con las ideas promovidas en Buenos Aires y coadyuvaba a su propaganda con el mayor ardor”.
Desde Buenos Aires no iban a poner en peligro el avance emancipatorio, a pesar de que aún decían estar cuidando estas tierras para el rey de España, por entonces cautivo en una mazmorra napoleónica.
Enviaron entonces una expedición a la provincia de Córdoba y en agosto los porteños tomaron la ciudad sin resistencia, colocando a Juan Martín de Pueyrredón al mando. Fueron bien recibidos y muchos jóvenes entusiastas solicitaron unirse al ejército, entre ellos el futuro general José María Paz.
Pero cuando llegaron, Liniers ya había abandonado la zona. Empecinado en demostrar su fidelidad a España hizo caso omiso a las cartas de Belgrano, de Saavedra y de su propio suegro Martín Sarratea, quienes le pedían mantenerse alejado del ámbito político para salvaguardarse.
Para el valiente y experimentado militar todo salió mal: la tropa que comandaba se desbandó pronto —incluso algunos se alejaron insultándolo— y el carro donde llevaban las municiones explotó. No le quedaron muchas opciones y debió ocultarse en un intento de conservar la vida. Lo hizo en un pueblito llamado San Francisco del Chañar, pagando el silencio de un peón para no ser descubierto. Lamentablemente, eso tampoco salió bien y sin miramientos el muchacho lo delató a las tropas porteñas. Durante el resto de su vida este espécimen fue repudiado por todo el pueblo como “sarnoso traidor”, ya que el francés era querido y respetado por muchos; salvo por hombres como Mariano Moreno.
Esa medianoche, Liniers y sus acompañantes despertaron bruscamente cuando una partida al mando de José María Urien ingresó al lugar donde descansaban y los apresó. Recibieron un trato inhumano y la sustracción de todos sus bienes, hasta el punto de quedar prácticamente en paños menores. Según Paul Groussac, el héroe fue atado con tanta crueldad que “le reventó la sangre por las yemas de los dedos”. La Junta ordenó procesar a Urien meses más tarde por “no haberse manejado con la pureza y el honor que debía en la prisión de D. Santiago de Liniers”.
Pero aún quedaba lo peor: desde Buenos Aires llegó la orden de ejecutar a los prisioneros, maquinada por Moreno. Inmediatamente fue desobedecida. ¿Fusilar a Liniers? Imposible. Jamás. Francisco Ortiz de Ocampo –a cargo de la expedición- firmó una rotunda negativa. Esto enfureció a los morenistas, que inmediatamente lo relevaron de su cargo. Viajaron entonces Juan José Castelli y Domingo French para cumplir con la pena, mientras que los reos debían ser trasladados hacia la capital virreinal. Bartolomé Mitre nos cuenta al respecto:
Los miembros vacilaron en la elección y entonces Moreno dirigiéndose a Castelli le dijo: ‘Amigo, usted que es capaz de matar a su padre’. Castelli quiso excusarse y él le interrumpió: ‘Vaya usted y espero que no incurrirá en la misma debilidad que nuestro general; si todavía no se cumpliese la determinación tomada, irá el vocal Larrea, a quien pienso no faltará resolución, y por último iré yo mismo si fuese necesario’. Entonces Castelli se decidió. Salió en la misma noche de la Capital con una comitiva más numerosa de oficiales que de soldados porque no se tenía confianza en estos últimos para tirar sobre la cabeza ceñida por los laureles de la Reconquista”.
Ambos grupos se encontraron cerca de Cabeza de Tigre. En una zona boscosa se prepararon para llevar a cabo la ejecución. Castelli, junto a uno de los hermanos Rodríguez Peña, prepararon el pelotón de fusilamiento. No querían que Liniers llegara a Buenos Aires porque su fama les ocasionaría problemas. El vocal leyó la sentencia. Ese 26 de agosto de 1810, a las dos y media de la tarde:
Castelli –nos cuenta Groussac- mandó cumplir la orden (…) los reos fueron puestos en línea, a cierta distancia uno del otro, al frente de la tropa formada. Después de vendarles los ojos, los piquetes de ejecución se adelantaron a cuatro pasos, teniendo cada cual su blanco humano. En el universal silencio de aquella soledad, se percibían algunos respiros angustiosos. Al levantarse la espada de Balcarce todos los fusiles se bajaron, apuntando al pecho: hubo dos terribles segundos de espera para asegurar el tiro, y luego, al grito de ¡fuego! Un solo trueno sacudió el bosque, y los cinco cuerpos rodaron por el suelo. Algunas aves huyeron de los árboles, y fue el único estremecimiento de la naturaleza impasible por la muerte de los que habían mandado provincias y conducido ejércitos. Fueron rematados individualmente los que se retorcían aún en horribles convulsiones, y se dice que a French, soldado de la Reconquista, le tocó descargar su pistola en la cabeza del Reconquistador”.
Los cadáveres fueron tirados en una zanja por orden de Castelli. Pero el sacerdote del lugar los desenterró y dio sepultura individual. Olvidados durante medio siglo, desde 1862 Liniers y Juan Gutiérrez de la Concha —gobernador de Córdoba, fusilado con él— descansan juntos en España.
Cuando la noticia de estas muertes llegó a Buenos Aires, los hombres de Mayo tuvieron que dar una explicación a los enfurecidos porteños. Fue entonces que con total hipocresía y desapego moral publicaron un manifiesto señalando como motivo principal que Liniers había “injuriado a la Junta atribuyéndose intenciones revolucionarias contra la soberanía del señor Fernando VII para desacreditarla ante los ojos de los buenos vasallos”.
Como ven, lo que aprendimos en la escuela no es tan certero y nuestros representantes vienen cambiando la realidad hace más de dos siglos.