Justificar la descomunal avanzada israelí de los últimos días en la Franja de Gaza argumentando que responde al bombardeo del grupo islamista Hamas, es no haber entendido nada de nada.
Es bien cierto que lo que hizo aquella agrupación terrorista es condenable y repudiable, pero la desmesurada respuesta por parte del Estado de Israel lo es aún más.
En comparación, es como matar a un mosquito con una bazooka. Con un feroz agravante: acribillando a su paso a cientos de inocentes.
Olvidando, de paso, todo el contexto. Que refiere al sometimiento de miles de palestinos en esa misma zona geográfica, que Israel maneja a sangre y fuego.
Sin permitir siquiera que Palestina logre ser una Nación, como decretó la Organización de Naciones Unidas una vez concluida la Segunda Guerra Mundial.
Fueron los días en los cuales Israel aún no era Israel y decidió concretar su deseo a fuerza de masacrar a los que vivían pacíficamente en los territorios que ahora este país ocupa. A través del brazo criminal del terrible Irgun, agrupación que antecedió a lo que hoy es la eficaz Mossad.
Desconocer toda esa historia y reducir lo sucedido esta semana a una presunta respuesta militar a una organización terrorista, es de una hijaputez de proporciones.
Con un agravante: el desvergonzado lobby que Israel efectúa a nivel político y mediático. Para que los “amanuenses” de la información terminen poniendo cara de compungidos al tiempo que señalan a Hamas por intentar “desestabilizar” a una “democracia tan perfecta” como es la israelí.
Se insiste: nadie jamás justificaría lo que hace tal agrupación islamista. Es totalmente condenable y objetable. Pero la respuesta israelí no es proporcional, ni mucho menos.
Es de una violencia y abuso que ostenta pocos parangones. Con la complicidad de la mayoría de los países del mundo. Solo porque es Israel.
Un país que empieza a mostrar algunos de los mismos vicios que ostentaba la Alemania nazi. Con las obvias diferencias del caso.
Porque aquello es inconmensurable e inigualable. Un régimen atroz que dejó millones de muertos, hacinados en insoportables campos de concentración. No solo judíos, también gitanos y otras minorías.
Entonces, con ese recuerdo en el inconsciente colectivo, ¿cómo es posible que Israel haga lo propio con aquellos con los que tendría que convivir en paz? ¿Por qué tal destrato y maltrato? ¿Acaso no aprendieron nada?
Pareciera una cuestión casi psicoanalítica: como aquellos padres que fueron golpeados por sus progenitores y terminan haciendo lo mismo con sus propios hijos.
Hubo algún vestigio de acercar posiciones y terminar con las diferencias entre palestinos y judíos. Pero quedó allá lejos, bien sepultado. Gracias a los intereses de la derecha israelí, que ahora mismo gobierna ese país.
Fue la ilusión que regaló una fotografía, en 1993, con un Bill Clinton como testigo mudo del apretón de manos entre Yasser Arafat, titular de la Organización para la Liberación de Palestina; y Yitzhak Rabin, entonces presidente de Israel.
Fueron los idus de los prometedores Acuerdos de paz en Medio Oriente, que quedaron dinamitados en 1995 por el asesinato de Rabín a manos de un “fanático” de la derecha israelí. Poco después, Arafat sería envenenado y la cuestión volvería a “fojas cero”.
Entonces, los Benjamin Netanyahu y compañía festejaban lo ocurrido. Porque fueron los que más conspiraron para que jamás hubiera paz entre judíos y palestinos.
No les fue nada mal: hoy Netanyahu es primer ministro de Israel. Y, no casualmente, aquel que decidió responder con brutal exageración militar a los bombardeos de Hamas.
Como diría Coti Sorokin, “nada de esto fue un error”.