Vivimos de crisis en crisis, sin solución de continuidad. Etapas de bonanza nos dan efímeras esperanzas, pero luego vuelve todo a la normalidad. Mejor dicho, a la anormalidad. ¿O acaso no estamos más acostumbrados a los momentos de zozobra que a las situaciones de calma?
Inflación, riesgo país, déficit, devaluación… son solo algunos de los términos que nos habituamos a pronunciar como algo rutinario, como si habláramos del estado del tiempo. Es eso que ocurre solo en países tercermundistas… y en Argentina.
No es un problema ideológico ni partidario, es un problema cultural. De cómo somos. Y de cómo creemos que somos. Una cuestión más psicoanalítica que económica.
Es un buen puntapié para avanzar en la discusión que se da en estas horas, la del acuerdo con el FMI, la creación del Impuesto a la Riqueza y otras cuestiones concomitantes.
Más allá de cómo avanza el debate político a ese respecto, hay un intercambio interesante respecto del déficit fiscal y el gasto público, temas que no terminan nunca de resolverse. Lo escucho desde que soy pequeño y, según me cuenta mi amigo Roberto Cachanosky, viene de varias décadas antes.
En alguna de las tantas conversaciones mantenidas con él, me ha explicado hasta el hartazgo que no se trata de lo mismo. No son sinónimos “déficit” y “gasto”. Lo mismo me han dicho otros economistas de renombre. Finalmente lo he entendido, no sin dificultad.
He hablado con tipos grosos para intentar entender la economía, tipos de la talla de José Luis Espert, Fausto Spotorno, Sebastián Laza, etc… todos me tienen enorme paciencia. Me escuchan, me explican. Y me dicen algo fundamental: no es tan complejo entender de economía, lo complicado es entender a la Argentina. Y a los que la gobiernan.
Todos coindicen en que nadie hace lo que tiene que hacer, ninguno. Los presidentes se suceden y no hay uno solo que se atreva a atacar el gasto público. “Es el gran mal que jaquea a la economía argentina”, me dijo una vez Espert. Y tenía razón.
Cachanosky coincide con él. Y agrega un dato perverso: “Siempre el ajuste recae en el sector privado, nunca en el público”.
En buen romance: a la hora de ordenar las cuentas, los diferentes gobiernos deciden subir impuestos pero jamás tocan el gasto.
Entonces, el Estado se vuelve cada vez más obeso y, en relación inversamente proporcional, los bolsillos de los contribuyentes más esmirriados. “La carga tributaria total era 18% del PBI en el 1991, y cuando se fue el kirchnerismo en 2015 era 34% del PBI”, advierte al respecto Cachanosky.
Y todo ello para nada. ¿O acaso qué ha mejorado para el ciudadano de a pie?
La presión sube solo para que cada vez la clase política viva mejor y la sociedad peor. Tipos que en la actividad privada no podrían ganar ni 50 mil pesos, en sus ostentosos cargos se quedan con sumas que superan los 300 mil pesos. Ello sin mencionar gastos de protocolo y viáticos.
A su vez, acomodan a sus familias en lugares privilegiados del Estado, que pagamos todos nosotros. La mayoría de ellos son ñoquis, ni siquiera deben cumplir un horario de trabajo. Solo cobran a fin de mes.
Ni hablar de las provincias, donde esa inconducta se multiplica por mil. Y la perversidad lo hace a la par.
Los medios no pueden hablar de eso, porque sus palabras son moderadas —léase “censuradas”— por la pauta del Estado. Dinero público para callar inmoralidades públicas. En un círculo vicioso sin fin.
Entonces, llegamos a la locura que vivimos hoy, con una economía que no cierra por ningún lado. Necesitados de que vengan burócratas del FMI a decirnos lo que ya sabemos: hay que equilibrar las cuentas. Imbéciles de nosotros.
Entonces, para lograrlo, aparecen gobiernos demagogos que presentan proyectos de presupuesto que casi no achican el gasto público y vuelven a poner la mira en las retenciones y la suba de otros impuestos. Todo el peso en la espalda de los contribuyentes.
¿Cuánto más repetiremos la historia hasta lograr entender que debemos cambiar, de una vez y por todas, para beneficio de todos?
Dicen que el ser humano es el único animal que se choca dos veces con la misma piedra. Si esto es así, en los argentinos esa característica crece de manera exponencial.
No colisionamos dos veces, sino que superamos la marca una y otra vez, y persistimos en querer hacerlo a futuro. No hay remate.