El curro millonario de las campañas políticas

No todo lo que brilla es oro. Y menos en la política argenta.

Dos escándalos que se conocieron en los últimos años, dejaron en claro la oscuridad que abunda detrás de la financiación de las campañas políticas: se trata de las coimas de Odebrecht y las movidas financieras de Aldo Ducler.

Respecto del primer tópico, se trata de los miles de millones de dólares que la gigantesca firma de construcción brasileña admitió haber pagado a decenas de referentes de la política de diversos países del mundo.

Con relación de Ducler, está referido al otrora narcolavador —vinculado al mexicano cartel de Juárez— que supo manejar las finanzas de diversos candidatos argentinos, uno de ellos Néstor Kirchner.

En uno y otro escándalo quedó al descubierto un tema del que nadie se anima a hablar con todas las letras: el manejo financiero de las campañas político-partidarias.

Si todo el tiempo surgen escándalos de este tenor, ¿por qué nunca se va a fondo en la discusión de marras? La respuesta es obvia: a nadie le conviene.

Todos los partidos están complicados, porque ninguno puede explicar cómo financia sus campañas. Ergo, todos pronuncian palabras de ocasión pero no hacen nada de fondo para transparentarlas.

Si bien es cierto que existe una “ley de financiamiento de los partidos políticos”, la realidad demuestra que nadie la cumple, ni la UCR, ni el PJ, ni Cambiemos, ni nadie.

Hay varios motivos que lo explican: primero que nada, porque es imposible cumplir con los “pobres” topes que impone la norma. Segundo, porque hay gastos que no se pueden rendir, como el uso de los siempre oscuros punteros políticos.

En buen romance, hay gastos lógicos que pueden rendirse sin problema —afiches en la vía pública, viajes de campaña, almuerzos, etc—, pero hay otros que no. Y estos últimos son los que nutren mayormente los fondos de campaña.

En ese contexto, los que aportan dinero a los políticos prefieren hacerlo en “negro”, sin aparecer en listados públicos. ¿Cómo podría explicar un contratista que le otorgaron una obra pública si aparece en esa nómina maldita? ¿Cómo decirle a la sociedad que una cosa nada tiene que ver con la otra?

Allí es donde aparecen los aportes “por izquierda”, ya sea desviando fondos públicos —lisa y llanamente un robo— o aceptando millonadas de empresas como Odebrecht, que luego exigirán oportunas prebendas. Nada es gratuito, desde ya. Como se dice, “una mano lava a la otra y las dos lavan la cara”.

Por eso, desde los inmemoriales tiempos de la política argentina la financiación de los partidos ha estado teñida de escándalo.

Durante los albores del menemismo todo estalló por los aires cuando se conocieron las valijas de Amira Yoma, provenientes del narcotráfico sirio. Fueron las que ayudaron a Carlos Menem a ser presidente de la Nación, blanqueo mediante.

Diez años más tarde, la campaña Duhalde-Ortega quedó manchada por el dinero del Cartel de Juárez, comandado por el entonces “Señor de los Cielos”, Amado Carrillo Fuentes.

Apenas ocho años después, en 2007, se supo que, para llegar a la presidencia, Cristina Kirchner fue financiada por la mafia de los medicamentos y los traficantes de efedrina. Y así sucesivamente.

Está claro que el sistema no funciona, ni funcionará. ¿Por qué entonces nadie hace nada para cambiarlo? ¿No hay una tremenda hipocresía por parte de la clase política, que condena la corrupción por un lado pero calla por el otro, cuando le conviene?

Se trata de una cuestión cultural: la corrupción suele ser condenada cuando se da en grandes proporciones pero no cuando aparece en pequeños hechos cotidianos. Ese concepto está equivocado, por eso la Argentina no logra salir de su propia trampa.

¿Cómo explicarle a un chico que está mal robar mentir si es lo que observa cada día por parte de sus propios padres? La coima a un policía para que no haga una multa, la avivada en la cola del supermercado, la compra de un celular robado, etc. ¿No son acaso actos de corrupción?

Un chico que crece en ese ambiente, ¿qué se supone que hará de su vida? ¿Será un tipo honesto o deshonesto? La respuesta es obvia.

Hasta que no se revierta esa situación, es imposible que no sigan estallando escándalos de corrupción. Ciertamente, sería un milagro.

No solo hay que ampliar los estándares actuales de ética y moral vernáculos, sino que además urge imponer “deontología” como materia desde los primeros años de la educación primaria.

Es una senda que llevará décadas, pero que debe empezar a transitarse ya mismo. Al mismo tiempo, habrá que empezar a controlar con más fuerza los hechos que involucran a la cosa pública.

La ausencia de involucramiento ciudadano en el control gubernamental, es inversamente proporcional al crecimiento de la corruptela local.

Como bien dijo alguna vez Ludwig von Mises, “la corrupción es un mal inherente a todo gobierno que no está controlado por la opinión pública”.

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