Hace pocos años el dicho “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer” era sumamente popular. Aunque hoy resulte obsoleto –e incluso ridículo-, es muy válido para las generaciones que nos precedieron.
No es ningún secreto que hasta mediados del siglo pasado, la mujer actuaba como un apéndice del hombre. En la capacidad que ésta demostrase para apoyarlo residía su propia grandeza. Por suerte, hoy estamos muy lejos de aquello, aunque pueden verse remanencias muy claras en el papel que juegan algunas “primeras damas”.
Sin lugar a dudas, debemos comenzar este texto hablando de Remedios de Escalada, más conocida como “la esposa de San Martín”. Nació en Buenos Aires colonial de 1797, un 20 de noviembre de 1797. Perteneció a en una de las familias más acaudaladas de la ciudad por lo que creció rodeada de lujos.
Los hermanos británicos Robertson fueron amigos de la familia y señalaron en sus memorias: “Famoso fue el salón de Escalada, en la mansión que alzaba sus encalados muros (…) las paredes estaban tapizadas en damasco de seda, lujo desconocido por aquel entonces en Buenos Aires; en las amplias ventanas, colgaban pesados cortinados y el piso cubierto de gruesas alfombras importadas de Europa. Sobre las paredes, vistosos espejos venecianos y severas pinturas procedentes del Alto Perú y Quito, y el ambiente, solemne y señorial, se veía impregnado por el perfume de los pebeteros”.
En uno de los bailes de dicho salón, conoció a José Francisco de San Martín y se casaron pronto. Tenía solamente 14 años, pero pensemos que muchas mujeres morían durante el parto y esto hacía que se casaran más jóvenes. Los hombres tampoco vivían mucho, debemos decir.
En 1814, los San Martín Escalada llegaron a nuestra provincia. Remedios tuvo que acostumbrarse a vivir sin lujos y de modo humilde, lejos de quejarse, trabajó a la par de San Martín realizando tertulias para recaudar fondos y generando amistades con las familias poderosas de Mendoza. Es que como especificó el mismísimo “Santo de la Espada” al perderla, más que una esposa Remedios fue su gran amiga.
Debemos decir que Sarmiento no tuvo la misma suerte. Durante uno de sus exilios en Chile el sanjuanino conoció a Benita Martínez Pastoriza, una joven coprovinciana casada con el anciano Domingo Castro y Calvo, de excelente posición social. Tres años antes de que Benita enviudara, nació el famoso Dominguito. La profunda felicidad y el entusiasmo con el que Sarmiento anunció la llegada del niño a amigos y familiares, entre otros indicios, hace creer que fue su verdadero padre. En 1848, cuando Benita enviudó, se casaron y el apellido Castro del pequeño fue reemplazado por Sarmiento de manera legal.
Benita, dueña de una gran inteligencia e innegable belleza, aunque también era desmedidamente celosa y su marido fundamentó aquel padecimiento plenamente. Se conserva una carta de Benita a un amigo comentándole sobre el romance de su marido con Aurelia Vélez, hija del autor del primer Código Civil Argentino:
¿Recuerda usted haber oído un suceso muy sonado que ocurrió aquí (de la hija de uno de los hombres que figuran en este momento) que se casó embarazada de cuatro o cinco meses con un médico y que éste mató a los dos meses de casada al que creyó autor de semejante infamia? Pues bien, mi amigo, ésta es la escoria que ocasiona mi desgracia. No puedo contar a usted detalles, pero bástele decir que empecé por sospechar y concluí con las pruebas. ¿A qué tiempo cree usted que las obtuve? A los tres meses dos días de llegada (…) Para que se forme idea de lo exquisito de mi vida. Vivo una casa de por medio de la de mi rival y viendo las señas que esa infame hace a mi marido y viéndolo a él entrar a la casa de ella; sólo viene a mi casa en el momento de comer”.
Finalmente, el matrimonio se rompió, aunque siguieron casados dada la imposibilidad de divorciarse por entonces. Sarmiento terminó odiando a Benita a tal punto que la eliminó de su testamento, aunque ella reclamó legalmente y recibió su herencia. En cuanto a la Vélez, bueno… Aurelia fue más inteligente -o quizás lo amó más- y supo apoyar a Sarmiento al punto de que, en gran medida, le debe la presidencia a la campaña que ella emprendió a favor del prócer.
Lo interesante es que a pesar de los desprecios de Domingo Faustino, Benita siguió intentando reconciliarse durante algunos años, en esa tarea fue ayudada por Delfina Vedia (esposa de Bartolomé Mitre) y por Carmen Nóbrega Miguens (esposa de Nicolás Avellaneda). Sobre esta última nos centraremos a continuación.
Carmen nació en 1836 en la ciudad de Buenos Aires, donde conoció a Avellaneda, por entonces un joven abogado con intereses grandes. Se casaron en 1861 y, a lo largo de su vida, la mujer se dedicó a realizar obras de beneficencia, al punto de que el Papa León XIII le otorgó varias distinciones y una condecoración religiosa.
Carmen jamás quiso mostrar dicho reconocimiento en público. En 1885, Nicolás falleció en sus brazos y catorce años más tarde ella también dejó este mundo. Lo hizo estableciendo en su testamento la realización de numerosas obras de caridad, preocupada por no seguir ayudándolos de otra manera.
Como éstas, abundan las historias de mujeres que fueron a la par de sus parejas en tiempos donde visibilizarlas era inconcebible. Muy distantes a casos más actuales, donde las primeras damas brillan como adornos debido a su belleza y elegancia o no eligen tan bien su vestuario, pero “posibilitan” pozos de agua e inauguran canillas.