A Rodolfo Suarez le tocó “bailar con la más fea”, como sabe decir una frase del saber popular.
La pandemia del coronavirus truncó todos sus planes de cara a su primer año de gobierno, que ya había nacido malparido.
A causa del avance ciudadano contra su pretensión de modificar la ley 7722. Fue el primer hecho político de relevancia de su gestión. Que lo marcó como un mandatario débil.
O al menos como alguien que no previó la reacción que obtendría su idea de derribar lo que en Mendoza es considerado un hito de la sociedad local desde el año 2007.
A Suarez le costó demasiado reconstruir su propia autoridad, pero lo logró. Con paciencia de orfebre.
Y a poco de conseguirlo, apareció el Covid, que no solo complicó su gestión sino la de todos los gobernadores del país. Incluso la del presidente de la Nación, Alberto Fernández.
El coronavirus terminó siendo sinónimo de derrumbe de la economía y deterioro social. En todo sentido.
Ello dinamitó las pretensiones del gobernador de avanzar en puntuales medidas que tenía en carpeta desde antes de llegar al poder.
Y lo obligó a ser todo un equilibrista: debió gravitar entre su postura de opositor y su necesidad de acordar con el Ejecutivo nacional para que le “bajaran” fondos.
No le quedó más alternativa que confiar su suerte a puntuales personeros del peronismo para llegar a la Casa Rosada. Principalmente Anabel Fernández Sagasti.
Lo hizo, masticando la bronca, pero avanzó en tal sentido. Y consiguió algún tipo de ayuda. Menos de la que esperaba pero mucho más de la que muchos auguraban.
Como una suerte de surfista, Suarez fue avanzando al paso de los meses, sin mayores anuncios, pero tampoco grandes complicaciones ni escándalos.
Y cuando estaba a punto de festejar que había zafado el primera año de su gobierno, apareció el hecho que truncó su tranquilidad: el femicidio de Florencia Romano, que lo puso a prueba una vez más.
No solo por el hecho en sí, que demostró las deficiencias oficiales en estado puro, sino también —sobre todo— por los incidentes que se registraron luego y que derivaron en destrozos a la Casa de Gobierno, el poder Judicial y la Legislatura local.
Con firmeza, Suarez decidió sostener a los funcionarios más cuestionados de su gobierno, el jefe de la Policía, Roberto Munives; y Raúl Levrino, el ministro de Seguridad. Señalados por no haber actuado a la altura de las circunstancias en torno a aquellos hechos.
Ciertamente, el más complicado era Munives, quien decidió echar culpas a la familia por el malogrado devenir de la adolescente. Sin mencionar que ya había sido señalado por agredir a una manifestante que “festejaba” el primer aniversario de los incidentes en Chile.
A su vez, ambos revelaron total inacción ante el accionar de los vándalos que destrozaron todo a su paso en el marco de los hechos ya mencionados. Con las sospechas del caso: ¿Eran infiltrados del propio gobierno los que hicieron lo que hicieron y por eso tuvieron el beneficio de la zona liberada?
Son dudas que nacieron entonces y que prevalecen hasta el día de hoy.
Por eso, la decisión del gobernador de sostener a Levrino y Munives no careció de polémica. Porque mostró que no habría responsable político alguno por la anarquía que se permitió entonces.
Lo ocurrido denotó lo que todos sospechaban: Suarez había aprendido la lección que le regaló lo ocurrido con la 7722 meses antes. Ya no se permitiría doblegar por nadie, por más marchas o reclamos que hubiera.
Sus tribulaciones respecto de lo sucedido con la discusión minera quedaron siempre rondando su cabeza. Hasta el día de hoy. Es un tema que no puede superar.
Queda de manifiesto cada vez que lo entrevistan. Porque, aunque nadie se lo pregunte, vuelve a hablar de aquel episodio. Como un chico que quedó traumatizado de por vida por algún hecho lesivo de su niñez.
“Hubo una campaña muy fuerte del miedo y fue un golpe muy duro para mí, porque siempre hemos dicho que lo que buscábamos era ampliar la matriz productiva, que se generara un circulo virtuoso para el Estado y que eso se volcara al sistema de agua y a generar mejores puestos de trabajo”, dijo el mandatario esta misma semana al respecto. Con un dejo de rencor.
Sin embargo, a pesar de sus dichos y sus pretensiones, Suarez no insistirá con la minería. No al menos en el corto plazo. Su cabeza mira el 2023, cuando otro gobernador esté en el poder.
Cuando piensa en cómo mejorar la economía mendocina, su cabeza mira proyectos de menor cuantía, más pretensiosos que prometedores. Como la producción de aceite de cannabis en la provincia.
Entretanto, se aproxima otra batalla, bien local, referida a la pauta oficial. Un tema que aparenta manejarse con inquietante discrecionalidad del Estado provincial.
En un año que promete ser complicado a nivel financiero, Suarez debería ahora mismo estar comprando aspirinas: se vienen grandes dolores de cabeza para él.