Cristina está inquieta, molesta. Maldice todo el tiempo. A todos. Salvo a los propios. Que son dos. A lo sumo tres. A los demás, los repudia. A todos.
Los culpa de su derrotero judicial. Aquel que la tiene contra las cuerdas. Por media docena de causas judiciales de las cuales no se puede librar.
Respecto de las cuales había pactado con Alberto antes de reconciliarse. Pero Alberto no cumplió.
Ella jura que hizo su parte, que era la de ungirlo como presidente de la Nación. Pero él, que debía zafarla de sus problemas judiciales, no lo hizo.
Entonces, Cristina maldice. Nsolo a Alberto, sino también a sus ministros —que no funcionan—, a los jueces, a los fiscales y hasta a los periodistas.
Porque, jura, son los responsables del avance del “lawfare” contra su persona. Aquella “mega conspiración” en la cual los poderes fácticos se pondrían de acuerdo en avanzar contra los libertadores de la patria. Toda una patraña. Que no tiene fundamento alguno.
Porque, ¿cómo es que en el marco de tamaña confabulación no se haya filtrado un solo mensaje emitido por los confabuladores? ¿O que no aparezca un solo arrepentido?
No importa. Cristina jura que es una perseguida política. Por todo lo bueno que hizo. Durante sus diferentes presidencias. Incluída esta tercera.
Y lo cree realmente. No es solo una postura justificatoria a nivel político. Se ha convencido finalmente de ello. A fuerza de repetición.
Por eso dice lo que dice. Que no quiere el perdón de nadie. En forma de indulto o amnistía. No. Lo que quiere es que la justicia le pida “perdón”.
Algo que jamás ocurrirá. Lo cual traerá acarreada una escalada feroz. En principio discursiva. Pero que puede incrementarse a niveles insospechados.
Porque Cristina no es solo Cristina. Sino todo un grupo de militantes detrás de ella. Muchos de los cuales no piensan por sí mismos. Solo actúan. Por pulsión. Alimentados por el discurso de la “jefa”. Es su combustible.
No conocen el diálogo, solo la violencia. Que nunca es buena consejera. Jamás. Menos en un país que la conoció en proporciones exageradas. Allá lejos, o no tanto, en los 70.
Por eso, Cristina debería pensar mejor antes de hablar. Y de arrojar más leña al fuego. Porque los incendios, cuanto más profusos, son más difíciles de apagar.
Y este mismo, el que ha iniciado la vicepresidenta, ya se está yendo de control.