Prohibir mi libro no protegerá a sus hijos

Poco después de cumplir 20 años, estuve en una relación con otra mujer en la que sufrí abuso. Poco después de que terminó, hice lo que siempre hacía cuando tenía el corazón roto: buscar arte que hablara de mi experiencia. Me sorprendió encontrar muy pocas autobiografías sobre la violencia doméstica o el abuso verbal, psicológico y emocional en las relaciones queer. Así que escribí una para romper ese silencio, “In the Dream House”, que describe esa relación y mi lucha por salir de ella.

Este año, una madre de Leander, Texas, furiosa porque mi libro aparecía en las listas de lecturas recomendadas para las escuelas preparatorias, llevó un consolador rosa con cinturón a una reunión del consejo escolar. Con voz temblorosa por el disgusto, leyó extractos de mi libro —incluyendo uno en el que mencionaba un consolador, lo cual la había inspirado a llevar aquel accesorio— antes de argumentar que permitir que los estudiantes leyeran mi libro podría considerarse abuso infantil.

Ella y otros padres como ella exigieron la eliminación de mi libro y varios más de las listas de lectura del distrito para los clubes de lectura de las clases de Literatura de bachillerato, de los que los alumnos podían elegir uno de 15 títulos. Al final, el consejo escolar decidió retirar varios libros, entre ellos “V de Venganza” y una versión de novela gráfica de “El cuento de la criada”, y ahora analiza si debe retirar otros más, incluido el mío.

Me he sumado a Margaret Atwood, Jodi Picoult, Jacqueline Woodson y muchos otros autores cuyas obras han sido objeto de eliminación de las listas de lectura de las clases en Leander. Junto con PEN America, un grupo que promueve la libre expresión literaria, escribimos una carta al distrito escolar para pedir que nuestros libros sigan disponibles para los estudiantes. Aunque pueden contener pasajes que podrían resultar incómodos, desafiantes o incluso ofensivos, la exposición a nuestros libros es vital para expandir las mentes, afirmar experiencias, crear aprecio por las artes y fomentar empatía; en resumen, para respetar a los adultos en los que los estudiantes de Leander, Texas, pronto se convertirán.

En las escuelas rara vez se educa sobre las relaciones. A los adolescentes no suele enseñárseles que los celos extremos no son románticos, sino que son un indicador de una relación nociva. Las secciones de mi libro que leyó en voz alta la indignada madre en esa reunión forman parte de una historia más amplia, en la que se examina lo que significa estar tan enamorado, excitado o ambas cosas a la vez que dejas que alguien te trate mal.

Fue doloroso y difícil relatar esa experiencia en mi libro, exponer mis propias vulnerabilidades y momentos de oscuridad. A pesar de ello, me alegro de haberlo hecho. Desde que se publicó, recibo hasta una decena de mensajes semanales de los lectores. Me dan las gracias; me hacen confidencias; describen la experiencia de sentirse vistos que les ha cambiado la vida. Más de una persona me ha dicho que mi libro le dio la claridad y la fuerza para dejar una relación enfermiza.

Las prohibiciones de libros en Estados Unidos no son nada nuevo. Desde que existen los escritores, ha habido reaccionarios pisándoles los talones. En la actualidad, en Estados Unidos, los libros con personajes negros, latinxs, indígenas, queer o trans —o escritos por autores que se identifican de esa manera— suelen ser mayoría en la lista anual de los 10 libros más censurados en bibliotecas y escuelas de la Asociación Estadounidense de Bibliotecas. Estas prohibiciones de libros evitan que los estudiantes puedan entenderse mejor a sí mismos y a los demás. Como escritora, creo en el poder de las palabras para cruzar fronteras en estos tiempos de profundas divisiones. Ahora más que nunca, la literatura importa.

Aquellos que buscan prohibir mi libro y otros más están tratando de aprovechar el miedo —el miedo de las realidades que los libros como el mío sacan a la luz, el miedo al deseo, el sexo y el amor— y lo distorsionan en algo feo, en un intento de desear que desaparezcan las experiencias queer.

No tratan de ocultar su desprecio ni su homofobia. Acusan a los maestros que piden la lectura de mi libro de “preparar” a los estudiantes, un lenguaje que suele utilizarse para acusar a alguien de ser pedófilo y una palabra que suele usarse como señuelo para alarmar a los conservadores cuando se habla de arte queer. Quieren proteger a sus hijos de cualquier cosa que sugiera un mundo más allá de su percepción miope.

Como cualquiera puede decirles y como la historia puede indicarles, esto es, en última instancia, un error. Las ideas no desaparecen cuando se las cuestiona; los libros prohibidos tienen una forma curiosa de perdurar. Pero eso no significa que estos esfuerzos no tengan consecuencias.

Los estudiantes de último año de bachillerato afectados por esta acción están a punto de llegar a la adultez, si es que no lo han hecho ya. Pronto saldrán al mundo. Saldrán, se enamorarán y entablarán relaciones, buenas y malas. Comprendo que para un padre es casi impensable imaginar que su hijo pueda experimentar tal trauma. Pero impedir que sus hijos lean mi libro, o cualquier libro, no los protegerá. Al contrario, puede privarles de maneras de entender el mundo que van a encontrar o incluso las vidas que ya están viviendo. No pueden reconocer lo que nunca los han enseñado a ver. No hay palabras para describir aquello que se negó en el lenguaje.

¿Por qué no vemos esta censura como lo que es: un acto miope, violento e imperdonable?

 

(*)  @carmenmmachado es autora de “Her Body and Other Parties”, una antología de cuentos, y la autobiografía “In the Dream House”.
Este post fue publicado inicialmente por The New York Times. Click acá para acceder al artículo original. 

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