En su brillante tesis sobre la Histeria, José Ingenieros señaló: “… muchos pueblos antiguos tendían a explicar las enfermedades y la muerte mediante intervenciones sobrenaturales de sus divinidades irritadas. Desde este punto de vita, los dioses del Olimpo y los contradioses del Averno tenían poder semejante. La muerte era el golpe asestado por un ser invisible y las epidemias el resultado de venganzas de los dioses (…) Para Pitágoras, todas las enfermedades que afectan al hombre y a los animales eran debidas a demonios esparcidos en la atmósfera”.
Efectivamente, durante siglos y siglos, las explicaciones dadas al origen de diversas enfermedades apuntaban hacia el mundo religioso o místico. Esto se incrementó cuando alrededor de los padecimientos mentales.
Los trastornos de conversión, también clasificados como trastornos disociativos, se englobaban bajo la definición de histeria y también se buscó explicarlos de esa manera. Sin embargo no tardó en aparecer una vertiente más “científica”, centrada en la matriz femenina.
Para los griegos el origen de todo el problema estaba en el útero, que “insatisfecho en sus deseos genitales, atormentaba a su propietaria desplazándose por su interior: de allí que los tratamientos de la época recomendaran técnicas tales como la fricción seductora de la vagina o la aplicación local de sahumerios atrayentes y fragantes a fin de persuadir a la paseandera víscera de retornar a su aristotélico lugar natural”, explica Juan José Ipar.
Se hablaba de la “pasión uterina”, considerando a la matriz como una especie de animal alojado en el interior del cuerpo femenino. Vivía aquella fierecilla con la ansiedad permanente de engendrar hijos, aumentando la líbido recurrentemente. De no lograr su cometido, generaba discordia en el accionar de su huésped -la mujer- y ésta comenzaba a comportarse como un ser inconforme y odioso, que necesitaba aparearse para lograr calmarse. Como ven, nada que se halle en el “imaginario colectivo” es fortuito.
Por suerte, hacia 1618 el francés Charles Lepois, abandonó la “teoría uterina” en hablar de la histeria masculina: todo era producido por el cerebro y afectaba a ambos sexos. Sin embargo siguió siendo considerada una afección primordialmente femenina y durante la época victoriana se popularizó el uso de la masturbación para combatirla.
Tiempo antes, en el siglo XVIII, Albrecht von Haller señaló que “las mujeres son especialmente propensas a padecer por la privación de la cópula a la que se habían acostumbrado, y que la clorosis, la histeria, la ninfomanía y la manía simple se curaban mediante la cópula”. Así, la receta de los médicos para el tratamiento de las histéricas comenzó a ser una buena dosis de orgasmo. Si la muchacha era joven se le recomendaba casarse de inmediato, aunque esto no garantizaba nada.
Tengamos en cuenta que la sexualidad era entonces patrimonio de la alcoba conyugal, un tema que generaba pudor –mucho más que en la actualidad- y cuyo fin era la reproducción. Que la mujer llegara o no a disfrutar, no era un tema relevante. Ante este panorama, los médicos decidieron hacerse cargo del asunto. A través de un tratamiento de estimulación genital liberaban a sus pacientes de “fluidos” acumulados y se podía componerla.
Eran conocidos como “masajes pélvicos” a través de los que se lograba un “paroxismo histérico”, en otras palabras, el doctor las masturba.
Con Sigmund Freud comenzó a considerarse que el “desahogo” debía ser más profundo y llevarse a cabo a través de métodos como la hipnosis. El padre del psicoanálisis planteaba como primordial lograr que los pacientes bucearan en su inconsciente, despertando de modo claro los recuerdos que originaron la primera crisis volviéndola consiente. De lo contrario no se acabaría con el tema de raíz.
Por suerte, hoy la “histeria” no es considerada una enfermedad. Ni el sexo un tema tabú.