Maradona murió y el gobierno nacional se manejó de manera impresentable, aún para aquellos que no esperábamos nada bueno. Una vez más nos mostramos ante el mundo como lo que somos: un país que tolera la mediocridad y la premia con votos, el resto se escribe solo.
Las del jueves fueron horas singulares que parecían no transcurrir. Una nube densa de sentimientos y estímulos se abalanzó sobre todos. No faltó a la cita aquella característica vanidad nacional, alimentada continuamente con los mensajes de un planeta sacudido por la pérdida. Era importante continuamente saber cómo repercutía la noticia en otros países.
Podemos decir que fue también un día de revelaciones: claramente para el gobierno nacional hay argentinos de primera y luego viene la “gente común”, es decir, aquellos que deben cumplir las reglas. Los mismos que no pueden –entre otras cosas- despedir a sus familiares moribundos u organizarles un funeral. Verdaderamente el mensaje dado desde la Rosada fue nefasto.
Pero por si fuera poco se buscó utilizar políticamente al difunto. Las selfies que el Presidente se sacó durante el velatorio no dejaron dudas al respecto. Aunque para ser justos, este tipo de actitudes se repiten desde nuestros albores patrios, tal como veremos a continuación.
El 13 de diciembre de 1828 Manuel Dorrego fue fusilado y sepultado en Navarro. Un año más tarde Juan Manuel de Rosas envió al médico Cosme Argerich para exhumarlo. Su cuerpo estaba casi intacto, lo que incrementó su popularidad. Pocos días después, Buenos Aires recibió el cadáver entre ceremonias y homenajes. La muerte había borrado cualquier oposición y el pueblo lo consideraba un mártir.
Una multitud luctuosa marchó hacia la Recoleta para darle sepultura. Durante la inhumación, Rosas pronunció palabras sentidas, concluyendo que “la mancha más negra de la historia de los argentinos ha sido ya lavada con las lágrimas de un pueblo justo, agradecido y sensible”. A través de esa ceremonia, el Restaurador se mostró como continuador del fallecido y tomó las banderas federales con mayor fuerza, para ya no soltarlas.
Llamativamente, muchos años más tarde él mismo protagonizaría un destino similar. En 1989 Carlos Menem logró cumplir el viejo sueño de Perón y repatrió los restos de Rosas, que desde 1877 descansaban en el viejo cementerio de Southampton en Inglaterra. Como algunos recordamos, se trató de una ceremonia pomposa y de jugoso rédito político para Carlos Saúl, quién por entonces lucía un estilo muy similar al de Facundo Quiroga.
Pero esta no fue la única maniobra necropolítica del presidente riojano. Si bien Juan Bautista Alberdi falleció en Francia en 1884, hacia 1889 sus restos fueron trasladados a la Recoleta. Tristemente en 1991, Menem decidió enviar al prócer tucumano hacia su provincia natal, buscando apoyar la candidatura de Ramón “Palito” Ortega a la gobernación.
El PJ local “lució” al ataúd en un desfile homenaje. Luego de vencer, Alberdi fue abandonado literalmente entre los archivos de la Casa de Gobierno provincial y debido a las presiones de un juez se le realizó el sepulcro que actualmente ocupa allí.
Volviendo al siglo XIX no solamente Rosas utilizó políticamente a la muerte. Cuando los restos de San Martín fueron repatriados, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, todos buscaron mostrarse cercanos al recibirlo con discursos políticos. Sarmiento y Mitre en primer lugar.
Claro que no somos diferentes al resto de la humanidad. A nivel internacional los ejemplos abundan. Hugo Chávez llegó a exhumar los restos de Bolívar y televisarlo. Llamativamente, de las nueve personas que en 2010 estuvieron presentes aquél día ya murieron seis, incluyendo al mismísimo Chávez. Con esto comenzó a hablarse de la “Maldición de Bolívar” o del “Tutankamón venezolano” y el pretendido empoderamiento necropolítico falló.
Otro ejemplo del uso político de un cadáver fue protagonizado por España en 2019 con el traslado meramente “vengativo” de los despojos de Francisco Franco.
Como vemos, los restos de algunos seres humanos siguen convirtiéndose en reliquias de las que muchos quieren hacerse.
El cadáver simboliza de alguna manera el poder o prestigio que la persona tuvo en vida. Manipularlo correctamente ante las masas es muy tentador para cualquier político. Claro que para eso, mínimamente, hay que saber organizar un velorio.